Ensayo sobre las ovejas

Los ojos del turolense se alzan esperanzados, los dos brazos extendidos y abiertos. El objeto de su ruego se detiene a su paso y, con ella, sus seguidores. La nube de polvo que acompaña al grupo adelanta a unos y a otros y se marcha, libre al fin de la tiranía de las sandalias.

Los ojos de la Profeta ríen. Hola, dice, Mi señora, amada de Dios y de todo cuanto bajo el cielo mora, responde él. Una mueca de disgusto sube a los labios de ella y replica, Levanta, que el suelo está polvoriento. El hombre alza los ojos pero se mantiene tozudo en la tierra, como si la insistencia diera fuerza a su posición, Mi señora, atended mi súplica.

Uno de los seguidores de la Profeta quiere decir algo, pero ella lo acalla con una mano. Visto que la ocasión invita a continuar, el turolense se lanza raudo a hablar, Mi señora, os pido perdón, pues yo no creo en profetas ni en milagros, pero he sufrido una injusticia y no sé a quién más recurrir, Qué injusticia es esa, Pues que mi patrón me ha despedido. Los discípulos se mueven airados, Éramos pocos y parió la abuela, Acaso se cree que tiene poderes mágicos, A este paso no llegamos nunca al siguiente pueblo. La Profeta tiende la mano con compasión al hombre que espera en el suelo con los brazos alzados hacia la luz, hacia ella, hacia la salvación. Te perdono, dice, No entiendo, responde aquel. Que te perdono que no creas en profetas ni en milagros, Ah. De nuevo un espacio de tiempo transcurre y la nube de polvo, aburrida quizás de su deambular, retorna al grupito para consternación de los discípulos.

A estas alturas de la conversación se ha formado un pequeño corro alrededor de uno y otros, compuesto por algunos viandantes interesados en lo que allí sucede, dos o tres pastores con su ganado, un comerciante que monta a toda prisa un pequeño puesto de baratijas y dos guardiaciviles que observan desde una cierta distancia mientras intentan evitar que las ovejas se les acerquen demasiado. El silencio es palpable y la situación anticipa una respuesta contundente, demoledora, de esas que quedan registradas en papiros y pergaminos por los tiempos venideros. El turolense extiende aún más sus brazos, cualquiera diría que un cántaro está por caer en sus manos anhelantes. Los dedos rozan apenas la túnica de la Profeta, que levanta una mano blanca y clava sus ojos verdes en los del hombre arrodillado. Las palabras nacen cristalinas de sus labios y al fin enuncia, en una calma preternatural de ovejas y de polvo revoltoso, No quieres vivir la vida que te toca.

Los brazos extendidos se retraen. Una oveja bala. El hombre, con la súplica aún instalada en su expresión, parpadea con la boca abierta. La mirada se vuelve con un gesto furtivo en busca de la complicidad de unos ojos ajenos que digan, sin decir, Yo tampoco he entendido ni papa. No hay suerte. La Profeta sonríe y torna a andar, y con ella los discípulos, Tú qué crees que habrá de comer en el pueblo, Espero que oveja, acabo de pisar la boñiga de una. El hombre se mantiene arrodillado unos segundos más y al fin se levanta, se sacude el polvo y se marcha, la boca aún abierta, murmurando para sí con la esperanza de dar a entender que ha comprendido algo.

El incidente que aquí se ha relatado es tan solo uno de los muchos que suceden en las antaño tierras castellanas. Han pasado diez años desde la Caída, en estos tiempos que se han dado en llamar la Era de los Milagros. El descrédito y el ilusionismo corren rampantes por el imaginario popular tras el fiasco de una tecnología que de buenas a primeras dejó de funcionar por doquier, apagando ordenadores, silenciando radios, cegando bombillas y dejando caer aviones desde las alturas. Los más apasionados aullaron de placer con la mudez de televisores y teléfonos móviles, para luego rasgarse las vestiduras al descubrir que la Nespresso había dejado de servir café. Nadie supo encontrar la razón de tal debacle, que volvió inoperante a todo artefacto digno de su nombre. El mundo y su futuro de brillante progreso se desvanecieron como el humo o como la memoria de una buena acción y los seres humanos, poco acostumbrados a tales varapalos, buscaron sustento para el cuerpo y el alma como mejor pudieron.

Tras el encuentro con el turolense, disponemos de algún tiempo antes de que nuestra Profeta y sus discípulos lleguen al siguiente pueblo, el suficiente para describir al variopinto grupo. La Profeta es una mujer bajita y menuda, vestida con una sencilla túnica que realza unas formas femeninas, a ojos de sus seguidores, de lo más sugerentes. Habla poco y observa mucho. Hay quien dice que fue sanadora, otros dicen que no, que fue poeta; unos aseguran que es de un pueblo costero, aquellos aventuran que es oriunda de una ciudad extranjera; quién puede saber nada seguro en este nuevo mundo exento de las facilidades de una red de datos. El grupo que la acompaña está compuesto tanto por mujeres como por hombres, y con el tiempo se encargarán de transmitir los hechos de su vida para las generaciones futuras más allá de la Era de los Milagros. Sobrepasan la docena, poco más que los apóstoles, e igual que aquellos otros de épocas remotas, también a algunos de estos evangelistas se les dará nombres de animales, y serán conocidos como el Topo, el Jilguero, la Estrella de mar o la Rana. Hay que reconocer que Rana es un nombre algo ridículo para un catequista, pero quiénes somos nosotros para juzgar cuando ya hubo un buey apostolizando.

Con tanta descripción y divagación sin sentido ha transcurrido el lapso necesario para que el grupo llegue al siguiente pueblo. En la plaza mayor, donde el asfalto ya se ha quebrado en algunos puntos, la vida diaria continúa su rutina entre coches y autobuses medio oxidados que ahora sirven como puestos de mercado. La aparición de la Profeta y su séquito constituye una novedad curiosa en la apacible jornada y un corrillo se reúne alrededor de los recién llegados. La Profeta se pone cómoda junto a la fuente y se refresca la cara. Varios discípulos recorren con ojo crítico los puestos de mercado donde abundan unas hogazas de pan que da gusto verlas. Los parroquianos observan desde una prudente distancia hasta que los más curiosos comienzan a hablar, De dónde venís, De por allá, Y qué venís a hacer a estas nuestras tierras, Vamos a donde el viento nos lleve junto con esta nube de polvo que parece no querer despegarse de nosotros. Un pícaro con ojos más despiertos que el resto pregunta, No seréis acaso monjes, Por qué piensas eso, Porque vais todos con túnicas en vez de ir con vaqueros. El argumento es irrefutable y nadie añade nada más hasta que el malicioso habla de nuevo, Quizás seáis capaces de convertir el agua en vino. Algunos discípulos ríen ante lo que a todas luces es una gracia, pero en estos tiempos sin electricidad, las luces ya no son lo que eran, y lo que parece una broma inocua es una pregunta de una seriedad mortal. Los pueblerinos miran con ojos que ahora parecen apremiantes, Eso, un poco de vino no estaría mal, Qué menos podemos esperar de unos forasteros, Ahí en la fuente misma hay agua de sobra para convertir. Los discípulos están rodeados por un número mucho mayor de habitantes y protegen de manera instintiva a su Profeta, que sin embargo se pone de pie sobre el borde de la fuente, Queréis vino, Sí, Sí, responden entusiasmados algunos, Está bien, yo os daré con qué calentar vuestros corazones. Y allí, sobre una fuente de agua corriente, con la luz de la tarde cayendo perezosa sobre las cabezas, la Profeta comienza a narrar, y de su voz cálida y humilde nace una historia fantástica de tierras tropicales, mujeres inconmensurables y amores eternos. Nuestros apóstoles se han sentado a su alrededor y escuchan fascinados, para esto es para lo que pasan calamidades, hambre y penurias, para escuchar la voz que habla desde las entrañas y desde el corazón y desde la mismísima raíz de la vida. Los parroquianos se han quedado de piedra tal cual si la Profeta fuera una gorgona, nada más lejos de la realidad, pero lo cierto es que las palabras están ablandando los corazones rugosos y acartonados de quienes escuchan. Habrá entre ellos a quien haga mella.

La Profeta no tiene la soltura de un orador y tampoco declama con la afectación de un poeta demasiado pagado de sí mismo. Su voz es frágil y a veces dubitativa, coloreada con algún gallo ocasional. Pero la magia de las palabras es irresistible. Aldeanos de toda edad y condición se ven transportados a lugares exóticos y remotos, e incluso el deslenguado que tan descarado ha sido se queda boquiabierto y ajeno a todo salvo a la voz que sigue, Crujieron las costillas, y que casi va terminando, Giraba en el aire. Al cielo se quedan mirando todos los pueblerinos con lágrimas en los ojos, el relato les ha afectado más de lo que nadie hubiera creído posible. En verdad os digo que los corazones han sido calentados más que con cualquier zumo de uva, y sin embargo la misma comparación despierta de su ensueño a unos aquí, a otros allá, y a pesar del viaje gratuito al que han sido invitados el recuerdo les asalta, Dónde está el vino, Yo tengo sed. Y es que no se hizo la miel para la boca del asno. El subidón también se acaba para los seguidores de la Profeta, que de enternecidos pasan otra vez a alerta máxima por la hostilidad de quienes hasta hace un momento estaban calladitos y sumidos en un mundo fantástico. Así es la vida.

Siguen empujones y zarandeos. Los discípulos más aguerridos –no por nada llaman a aquel el Dragón, a ese otro el Gato feroz– intentan abrir un paso para escapar de la plaza traicionera. Entre el barullo de voces y meneos retorna el rebaño de ovejas con las que antes tomamos contacto en el camino, esparciendo la paz de su pelaje blanquecino entre los combatientes y reduciendo el espacio de pelea a un encierro de San Fermín. La nubecilla moscona que acompaña al grupo está en su salsa en el caos. Los puestos se tambalean y sus contenidos saltan al suelo, al aire, sobre las cabezas, sobre las manos de algunos discípulos que aprovechan para reaprovisionarse con esas hogazas que tan buena pinta tenían hace un rato. Agua en vino no, pero en su lugar otros dos milagros pasan desapercibidos en el tumulto: el retorno de las ovejas pródigas y la conversión de las hostias en panes, e incluso un tercero que está por venir. Y es que, mientras así estamos, aparece en una de las ventanas que rodean la plaza del pueblo un maromo demacrado y barbudo, A callar todos y qué escándalo es este. Ante esta presencia los vecinos se santiguan, Aleluya, Aleluya, arrodillándose algunos, echándose las manos a la cabeza otros, dándose abrazos de gozo el resto. Nuestros discípulos y su Profeta aprovechan el respiro para remangarse las túnicas y salir a correr de este pueblo de salvajes, dejando a sus espaldas el conocimiento que se les escapa. Pues el aparecido no es sino un tal Abdalá Zaroto, personaje que lleva postrado en un sillón desde que el apagón digital de la Caída le impidió terminar de ver su programa de televisión favorito. Sea por el bullicio de la refriega o por la emoción desbocada del relato de la Profeta, lo que está claro es que Abdalá ha resucitado.

Exhaustos de tanto correr, caída ya la tarde, los miembros del simpar grupo se esparcen por entre la ladera cuajada de olivos de un pequeño altozano. Cada cual se dedica a lamer sus heridas o a descansar. Discurre una hora, dos tal vez. La noche en la colina riela y en la loma gime el viento, alzando en blando movimiento ramas de olivo y de vid. La Profeta está sentada en lo alto del cerro y garabatea a oscuras sobre algunos papeles, observa las estrellas, respira con el pecho alborozado la brisa que trae un recuerdo de mar enfadado. Estamos ante uno de esos raros momentos en los que los astros que iluminan el cielo nocturno se alinean, dando excusa para que los corazones y las almas se abran como flores grandes. En el aire conmovido la voz de la Profeta llega diáfana, El hombre camina con pasos de barro. Hay entre quienes la acompañan algunos a los que la conversación les es grata, Es verdad, el mundo ya no es lo que era, otro se mira la sandalia, salpicada aún de deposiciones de oveja. El susurro de la Profeta se escucha con nitidez, parece más bien que habla consigo misma, Si tan solo supiéramos mirar dentro de nosotros mismos, ea. Y continúa, Ahora que la tecnología nos ha abandonado y ni con esas las personas son capaces de ver más allá de lo que les rodea. Ninguno responde a estas verdades pues ellos mismos son ya seguidores de las palabras, algunos incluso de las frases. Uno de los últimos llegados al grupo se anima a responder, Tú eres especial, Yo soy el eco de la voz de quienes me precedieron, Te seguiremos a donde vayas, No lo hagáis, tengo ya la frente marchita. Con estas últimas palabras los discípulos abren los ojos asombrados, pues la magia de lo que escuchan parece cobrar efecto y sobre el cerro se extiende una luz argéntea que ilumina hasta las aceitunas que cuelgan de los olivos. Será verdad que hay que aprender a mirar con los ojos del corazón y que las palabras de la Profeta son capaces de mostrar el camino. Es un milagro. Enternecido hasta el tuétano, el más anciano de los seguidores se levanta. Las canas en su pelo desmienten el brillo de los ojos jóvenes y cuando habla se escucha la voz de Joaquín Sabina, Señora, dejad que en nombre de todos bese vuestra mejilla, Vete, estoy casada y tengo niños, Yo te doy un beso igualmente. Y con lágrimas en los ojos aquel besa la mejilla de ella, y el beso de uno es el beso de todos.

El comandante alza la mano, Así que es ella, prendedla. Por entre los olivos se adelantan uno y ciento guardiaciviles para el susto y congoja de los discípulos, Traidor, Traidor, gritan, Yo no he sido, se queja el del beso, Traidor. Y en verdad es inocente, pues el ósculo ha sido la excusa del narrador de esta historia para proceder al prendimiento de la Profeta, quien, como Antoñito el Camborio, ha ido tirando limones redondos hasta teñir la noche de oro. Bajo la luz sobrenatural de la colina el comandante parece estar disfrutando. A nadie se le escapa que el brillo metálico de su armadura es el contrapunto perfecto para la humanidad de un beso. Sobre la confusión de la loma y de los tricornios que marchan con la Profeta, presa entre ellos, la luna termina de hacer su aparición sobre el horizonte. No hubo milagro. Fue la luz imprevista de su cara brillante y redonda la que iluminó la escena en el momento cumbre de la noche.

Detengámonos unos momentos a reflexionar qué podemos esperar a continuación. La Profeta ha sido capturada en un monte que es similar en grado sumo al de Getsemaní tras haber recibido un beso, la mar de sospechoso, de uno de sus discípulos. Acaso el futuro dispone para nuestra protagonista un calvario similar al que sufrió Jesucristo, seguido de un encuentro con un Poncio Pilatos moderno y un final que todos podemos visualizar con claridad. Un lector avezado deducirá que todo lo expuesto concuerda y que las piezas ya se mueven con diligencia hacia el desenlace inevitable. Pero, dados los primeros pasos en esa dirección, las cartas del destino se agitan, se revuelven y tropiezan entre sí, como agitadas por un revoltoso y polvoriento torbellino, hasta que al fin se miran las unas a las otras y se rascan sus metafóricas cabezas, olvidado el rumbo que habían estado siguiendo. Y la historia cambia de un modo que ninguno puede haber imaginado.

Los picoletos han dispersado a los discípulos con entrenada eficacia y marchan con su prisionera más allá del olivar, por entre los campos iluminados por la luna. La Profeta está cansada y se deja conducir sin oponer resistencia, canturreando olvidadas melodías de Lou Reed y Patti Smith para mantenerse despierta. Pero aguanta bien, no es esta la primera noche que pasa en vela: no por nada se puede decir que ha vivido. Les ha llegado el turno a los Rolling Stones cuando los guardias civiles se dispersan con tan premeditada precisión que la Profeta se queda clavada en el sitio, sin atinar a continuar caminando en una dirección u otra. Se encuentra sola, en un claro bañado por la luz de la luna. Aprovecha la ocasión para acicalarse un poco y se sacude la túnica, de la que brota, para su disgusto, la familiar nubecilla de polvo. O tal vez no sea tan conocida: pues las motas de polvo, en vez de seguir el cauce natural de la gravedad, se mantienen flotando en el aire con terquedad, e incluso brillan sin disimulo. Las danzarinas chispas se condensan, se aprietan y se alinean para dar forma primero a un dedo, luego a una mano, después a un antebrazo y así, poco a poco y miembro a miembro, se confabulan hasta componer un cuerpo completo y una cara con sus dientes, su nariz, sus ojos y sus cejas. Y en un visto y no visto hay una mujer nuevecita frente a nuestra protagonista. Los finos labios se curvan en una sonrisa irónica y por fin la recién llegada habla, Encantada de conocerte, supongo que sabrás mi nombre.

La Profeta no se asusta, a estas alturas de la vida ya ha visto todo lo que hay que ver, y responde, Siempre pensé que serías varón, No te creas todo lo que se dice por ahí. La esbelta mujer contonea sus caderas mientras la rodea; el movimiento es insinuante y provocador y uno se pregunta si acaso este ser no conoce otro modo más de andar que ese, una incesante tentación, el deseo hecho cuerpo. Su figura parece de obsidiana a la luz de la luna, la encarnación oscura de una fantástica deidad, una imagen en negativo de nuestra protagonista, y en el rostro aguijonea el alma una mirada incandescente que se enfrenta a los ojos verdes de la Profeta. Ahora me preguntarás por la naturaleza de mi juego, afirma la mujer nacida del polvo, Pues es verdad, iba a preguntar eso mismo, se maravilla nuestra heroína. De repente un sonido cloqueante llena el claro, es un sonido parecido al que hace una cuchara de madera al golpear contra una palangana, un sonido que recuerda con vaguedad el cuac de un pato con problemas intestinales, un sonido, en suma, bastante ridículo, hasta que la Profeta se da cuenta de que se trata de la risa del ser que tiene delante. El humilde narrador de esta crónica espera que ningún ente en el cielo o infierno se tome a mal la descripción anterior, pues solo pretende ser fiel a los hechos exactos ocurridos en este futuro improbable. El Diablo –pues esa es la verdadera identidad de quien ha reído– continúa, Verás, yo soy la causa de la Caída y el origen de esta época que llamáis la Era de los Milagros, Por qué, Porque el hombre dependía de tantos cachivaches que estaba olvidando quién era, No es mala razón y con seguridad mejor que muchas otras, Y no te preguntas por qué estoy aquí y por qué te estoy contando esto. Es cierto, cabe preguntarse la razón por la que el Diablo ha buscado su compañía en forma de nube de polvo, eso sí, fastidiosa y pegadiza, y también el motivo por el que se encuentran ahora hablando cara a cara. La Profeta se mira las manos, brillan con una palidez argéntea, y susurra, Dímelo entonces. La turbadora mirada del Ángel Caído se posa sobre ella y responde, Quiero que el futuro sea tuyo, quiero que tus palabras inflamen el mundo y hagan levantarse de las cenizas el alma de los hombres, quiero que tu talento brille con la fuerza de mil soles. Y sin darle tiempo a reaccionar, la hermosa encarnación del mal absoluto le estampa un beso ardentísimo a nuestra Profeta, un beso húmedo y flamígero, un beso con lengua lasciva y juguetona, un beso intenso como la lava de un volcán.

La misma luna que es testigo mudo de esta asombrosa escena imbuida de, reconozcámoslo, cierta carga erótica, ilumina con su fulgor níveo el monte de los olivos donde se encuentran los discípulos aturdidos y magullados tras la carga policial. El secuestro de la Profeta los ha dejado mustios y apesadumbrados; en cierto modo se sienten culpables por haber permitido que el objeto de sus amores les fuera arrebatado de esta manera. A partes iguales para aliviar el disgusto y para aprovechar que la audiencia no tiene ganas ni fuerzas de levantarse, algunos se animan a declamar sus propias creaciones literarias. La medida, a priori generosa y audaz, desemboca en una cruenta pelea acerca de la mayor o menor ortodoxia gramatical y ortográfica de las composiciones recitadas. La iniciativa, no obstante, tiene la ventaja de animar el espíritu alicaído de los discípulos, aunque sea a coste de que unos pocos se retiren la palabra y no se comuniquen entre sí más que con señas y muecas, medidas infantiles pero muy humanas. Y entre pitos y flautas consiguen ponerse de acuerdo para seguir el rastro dejado por los guardiaciviles y apoyar a la Profeta en lo que sea menester allá a donde haya sido conducida.

El día ya se les está echando encima cuando por fin la encuentran. Se halla tendida en un prado verde, angelical, durmiendo con una mueca de gozo en la cara. Le brilla el pelo. Podemos imaginar el jolgorio y regocijo de los discípulos al despertarla; todo son arrumacos y achuchones, lágrimas de alegría y suspiros de alivio al comprobar que se encuentra sana y salva y más descansada que ellos mismos, Aleluya, llega a exclamar uno, que recibe una colleja en respuesta. Pero la Profeta acalla los llantos de gozo y se aparta de los abrazos, tiene algo importante que decirles, Quiero que traigáis aquí a cuantas personas podáis reunir, los quiero a todos, jóvenes y viejos, hombres, mujeres y niños, Pero, A todos, ea. Muy sorprendidos se quedan los discípulos; la fuerza que emana de la Profeta es grande, mayúscula incluso, y las palabras que acaban de escuchar les anticipan que algo especial va a ocurrir. Quizás vayan a ser testigos de un nuevo relato, una narración que bajo estas premisas se antoja demoledora. Con una sonrisa en los labios los discípulos parten en todas direcciones sin importarles el cansancio ni la noche que han pasado casi en vela, ansiosos por cumplir las órdenes recibidas.

Al mediodía comienza a acudir gente. Poco a poco se forman corrillos que crecen como la levadura hasta chocar entre sí fundiendo sus bordes en una masa homogénea. Sólo falta una chispa para que se conviertan en pan. Los discípulos han hecho bien su trabajo aunque hayan tenido que recurrir al engaño, haciendo promesas tan peregrinas como que en la pradera se encontraba el equipo nacional femenino de nudismo acuático, un dispensador mágico de cerveza bien fresquita o incluso la celebración de un improbable partido de futbol benéfico de grandes astros. Sea como fuere, allí se encuentra reunido un gran gentío que aguarda no se sabe muy bien el qué entre una cacofonía de conversaciones y voces.

Se dice, en el contexto de una reunión social, que un silencio repentino se debe a la aparición de un ángel. Pues, en el prado donde se encuentran todos, acaba de pasar no un ángel sino la Patrulla Águila de los ángeles, y un mutismo simultáneo se ha extendido entre la muchedumbre. La ocasión es perfecta y las miradas de todos son atraídas de manera inexplicable hacia el montículo donde se encuentra la Profeta. Una sensación expectante comienza a expandirse como una marea invisible. El tiempo está empezando a converger hacia un momento único. La Profeta observa a los reunidos sin prisa, su cuerpo parece más grande, de una talla mayor, de un héroe tal vez, de una figura legendaria sin ninguna duda. El aire comienza a girar alrededor de ella, ganando intensidad en una espiral creciente que abarca más y más personas en el prado: hay quien escucha entre sus corrientes el sonido cloqueante de una risa esperpéntica. Los pelos de la nuca se ponen de punta y los músculos se tensan en anticipación de unas palabras definitivas, de unas piedras lanzadas al estanque de la eternidad con el potencial de crear perturbaciones imborrables en el tiempo y en el espacio. La tensión es casi insostenible y el vórtice extraordinario está llegando a su clímax: cuando la Profeta hable, sus palabras serán demoledoras por necesidad y arrastrarán a la humanidad hacia actos irrevocables de pasión, de dolor, de emoción, de muerte, de éxtasis. El destino se encuentra ahí, al alcance de nuestra Profeta, solo tiene que mover los labios para que la poesía de su corazón quede grabada para siempre en la Historia del hombre. La furia del torbellino alcanza el cénit: es ahora o nunca.

Y entonces la Profeta baja la vista y encuentra allí a un solitario cordero, que al encuentro con su mirada emite un balido muy quedo, Baaaa, y la Profeta sale de su ensueño y recuerda quién es. Y el terrible momento del destino pasa estallando como una pompa de jabón, Pop, sin que nadie pronuncie las temibles palabras que harían tambalearse al mundo. El vórtice se deshace, la expectación acumulada se desvanece como un sueño a la hora del despertar, el tornado de polvo se deshilacha en el aire con un rugido de rabia. Las personas reunidas se miran las unas a las otras confundidas, y en el silencio que sigue empiezan a darse cuenta de que no necesitan los teléfonos móviles para comunicarse ni las televisiones para entretenerse, y que, tal vez, solo tal vez, haya una oportunidad para empezar una nueva vida, distinta a la que habían añorado hasta ahora. Y así, en este día y en este lugar, la Edad de los Milagros comienza a ver su fin. La Profeta está agachada junto al pequeño cordero con lágrimas en los ojos, ha sido tentada y ha resistido, No sabes nada de mí, Príncipe de las tinieblas, porque yo no busco la fama ni un nombre con letras de oro en los libros de la eternidad. A su alrededor, en el prado, se han congregado más ovejas, pastan como si les fuera la vida en ello, y entre ellas están los discípulos mirando con arrobamiento ovino a su Maestra. Y la Profeta continúa hablando al cordero, que ahora está empezando a mosquearse un poco, Porque hay un Dios en cada persona y yo no soy quién para imponer el mío sobre el resto, y porque el amor es un cuervo blanco.

El prado, los discípulos, las ovejas, el cielo azul. Es un final hermoso. Sí, es hermoso.

3 comentarios en “Ensayo sobre las ovejas

  1. Bravo! Es un relato ingenioso y posiblemente el más real de los que he leído…aunque ignoro si algún creyente pueda sentirse ofendido. Realmente hay gente sin sentido del humor. Me encanta, sólo me sorprende tu fidelidad hacia la sabiduría de la Profeta! Ha superado al original…
    Me quedo con la intriga de ese cuervo blanco…seguiré leyendo.
    No lo dejes, toma notas al menos durante este tiempo de crianza.
    Un abrazo

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    1. Gracias hermanita. Sospecho que si alguien no se rie no es tanto por el tema religioso, sino porque el texto es un pelín denso al tener todos los diálogos corridos a lo Saramago.

      El cuervo blanco es un símbolo. ¿Quién ha visto alguno? Es como el amor, no se puede ver a simple vista, pero podemos imaginarlo y sentirlo. Por ejemplo, yo tengo un cuervo blanco ahora mismo posado sobre mi hombro. Pero nadie puede verlo. ¿Verdad, Eleonora? Dice «kraaak».

      Besos, gracias por leer y comentar
      Isma

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