Los lugares rotos

Me llamo Sembeya y habito los lugares rotos. Los jóvenes de la aldea me llaman a veces Peau, pellejo. Pero una niebla ofusca mis recuerdos. Una nube de polvo ha extendido sus alas por estas tierras secas y cuando se ha asentado he visto a dos mujeres. He caminado hacia ellas y me han hablado.

—Mira quién está aquí…

—Vaya, pero si es el viejo Sembeya…

He sentido nostalgia y un impulso me ha empujado a querer agradarles: sé la impresión que causan en las mujeres mis dientes blancos y he sonreído. Son jóvenes. Los recuerdos se agitan en mi cabeza como peces en un charco poco profundo.

—Cántanos, Peau. Queremos oir de nuevo tu voz.

Cantar… la palabra agita las aguas de mi memoria. Sus voces me llaman, me impulsan a hacer algo. Sensaciones que creía olvidadas, anhelos no cumplidos. Las dos mujeres me miran con ojos grandes. Son muy guapas.

—Yo os conozco. Tengo vuestros nombres en la punta de la lengua. Tú… he soñado contigo. Y tú… tú…

Las dos mujeres esperan. Me gustan sus sonrisas. Es cierto que creo conocerlas, pero el polvo no se asienta en estas tierras hendidas. Me escuecen los ojos y me paso la mano por la cara. Ella tiene el talle fino y una mirada pícara. De aquella me excita la forma de su cuerpo, la mano en la cadera, los labios carnosos.

—Cántanos, Peau.

Sí, cantar. Asiento. La palabra es esquiva, pero mis manos se mueven solas. Comienzo a dar palmas, intentando que el sonido brote de mi piel endurecida. Ellas se balancean suavemente, siguiendo el ritmo de mi batir. Y la voz nace, quebrada y ronca, y en el yermo pasamos a estar solos los tres, más solos que antes pero también más juntos: ellas moviendo sus cuerpos ligeros, yo cantando sin palabras. La melodía me asombra y no sé si seré capaz de repetirla alguna vez. Sus cuerpos se me ofrecen, sensuales, y deseo abrazarlos. Pero me parecen estar demasiado lejos y yo sigo batiendo las palmas. Puedo sentir el movimiento de los pechos bajo la ropa, la tersura de las piernas desnudas, la languidez de los cuellos sinuosos; y sin embargo sigo modulando la voz como si fuera una ola que se desviste contra la arena, como si fuera un guijarro que rueda con el viento.

He parado. El polvo vuela y se arremolina en torno nuestra y las mujeres se alejan, se van. Quiero hablarles antes de que se vayan, pero ellas se me adelantan.

—No respondiste a mis llamadas, Peau.

—Tuviste tu oportunidad, pero ahora ha pasado… adiós…

Yo extiendo las manos hacia ellas pero la arena me impide ver. Sus cuerpos ondulan y luego desaparecen. Mis piernas no quieren obedecer. El hombre sabio acepta su destino. No sé si soy sabio, pero soy viejo. No me queda sino esperar.

Me llamo Sembeya. Recuerdo eso. El viento ha cesado y ahora hay un sol en el cielo. Brilla con una pálida piel en el cielo quebrantado.

El hombre aguarda mientras se mira las manos. Sigue haciéndolo cuando llego frente a él.

—¿Dónde está el mar?

—No hay mar en estos páramos fracturados. Solo polvo y arena.

El hombre habla consigo mismo como si yo no estuviera delante.

—Tengo los dedos arrugados. Y huelo la sal.

Me es familiar. Es joven y parece desorientado y confuso. Mira en sus manos como si estas fueran un mapa.

—No hay mar, amigo.

Por primera vez levanta la mirada hacia mí. Abre mucho los ojos.

—Oigo tus palabras. Tú eres Sembeya.
«Sembeya, Sembeya. ¿No me recuerdas?»

Sí. Lo recuerdo. Pero fue hace tanto tiempo… tanto tiempo… El hombre me coge de los hombros y una sonrisa ilumina su cara. Tiene manchas blancas en la piel y algas en el pelo.

—Nos hablaste tiempo atrás, a mí y a otros como a mí. Las noches eran largas e íbamos a verte, a buscar tus historias. ¿No lo recuerdas? Hemos compartido tiempo y palabras. Los hombres que se sientan junto al fuego son amigos, ¿verdad, Peau? Tú y yo somos amigos.
«Junto al fuego nos hablaste de la tierra lejana en la que viven los europeos. Nos enseñaste muchas cosas sobre ellos, Peau, cosas hermosas y buenas. Nos contaste de sus guerras y su dolor. Dijiste que habían aprendido de sus errores y que habían construido un futuro sin olvidar su pasado. Los chicos estábamos sentados alrededor del fuego, escuchándote, y tus palabras alejaban el frío de la noche. Nos hiciste ver tierras verdes surcadas de ríos, ciudades que olían a pan recién hecho, calles limpias y relucientes. Y hombres que eran iguales entre ellos bajo el cielo azul. Yo soñé contigo junto a aquel fuego. ¿Recuerdas? ¿Recuerdas, Peau?»

Me mira y no me mira. Está viendo más allá, algo en el pasado que para mí está oculto entre la niebla. Está esperando que yo diga algo.

—Sí, ahora lo recuerdo. Dime, ¿fue eso lo que encontraste?

Separa sus manos de mí y las vuelve a mirar. Se frota los brazos, como si tuviera frío, y de ellos cae una leve lluvia de sal. Ahora está mirando a la distancia, hacia el horizonte. Ya no me ve.

—Lo huelo. Debe de estar cerca…

Echa a andar arrastrando los pies, con el cuerpo encogido. El sol parpadea con un brillo sin color. Dejo que se marche.

Me llamo Sembeya. El sol sigue en el cielo y no recuerdo una luna. El viento sopla a rachas, fragmentado.

El niño viene. Viene y viene y viene. Ya está frente a mí.

—¡Peau!

A él lo recuerdo.

—¡Qué alegría de verte, Peau! ¡Mira, aún lo llevo conmigo!

Me enseña lo que tiene en la mano. Es un caballito de madera. No puedo más. Soy viejo y los huesos me duelen, pero caigo de rodillas. Lo que quedaba entero de mí se ha roto.

—Peau… ¡lo que he jugado con tu caballo! Lo he llevado muy lejos, no te imaginas cuánto. Hemos visto muchas cosas…

La cara del niño se vuelve seria. No puedo ver bien entre las lágrimas. Sus ojos me dan miedo.

—Ven aquí. Ven. Dame un abrazo.

—¿Un abrazo, Peau? ¿Para qué?

—Dame un abrazo…

—No me gusta que me toquen, Peau. ¿Por qué no me haces otro caballito para que jueguen juntos? ¡Por favor, por favor! ¡Tállame otro con tu cuchillo!

El niño está completamente serio ahora. Su rostro ha perdido toda expresión.

—Cuchillos…

Me hago un ovillo. Pensé que con la vejez llegaría la sabiduría. No ha sido así. No puedo mirarle a la cara. Solo puedo sollozar como un niño que él ya no es.

—Lo siento tanto, chiquillo. Dios sabe que lo intenté. Lo siento por todo…

Las patas del caballo trotan sobre mi cabeza.

—Sembeya, ¿me harás un favor?

—Lo que quieras, chiquillo. Lo que quieras.

—Los soldados. Si los encuentras, Sembeya. ¿Harás algo por mí?

Sollozo y asiento. Soy un hombre roto.

—¿Quieres que los mate?

—Tráeme sus cabezas. No me traigas los ojos.

Lloro sobre la tierra hendida que no acepta mis lágrimas. El viento sopla. Me llamo Sembeya y habito los lugares rotos. Y ellos viven dentro de mí.

3 comentarios en “Los lugares rotos

  1. ¡Qué bien! un nuevo cuento con un título muy evocador y una historia llena de recuerdos y pérdidas.
    Me gusta volver a leerte aunque no me parece muy bien no haber hecho esta vez el trabajo de revisión…

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  2. Hola, Ismael. Antes que nada, observo una gran calidad en los diálogos. Son dinámicos, explicativos y evocadores a un tiempo. Todo el texto es muy poético, tiene un que se yo de las historias lejanas que me ha calado hondo.

    El misterio, constante. Las descripciones bonitas y limpias, sin rollos ni tapujos. Los personajes, hermosos. Cada cual, con su recuerdo agridulce. Mirar atrás es reconfortante y también doloroso. Las ausencias, la nostalgia, los remordimientos… Después del mar, arena es lo que queda. Y el siempre presente Sembeya, que significa cuchillo. Brillante. Bss.

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    1. Gracias por la lectura, amiga. A estas escenas les falta un hilo conductor más potente, pero estoy contento con las emociones que transmiten. Lo escribí para un concurso cuyo tema era «Relatos muertos».

      Como te veo que vas animada para leer, te recomiendo que sigas por los relatos a los que más cariño tengo. Son los que tengo marcados como «Mis favoritos» dentro del menú de Categorías. Espero que te gusten :).

      Besos
      Ismael

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